Celebramos este domingo una gran fiesta: Pentecostés, una de las fiestas más importantes celebrada 50 días después de la Pascua.
Y es que este día conmemoramos la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles y los primeros discípulos, marcando el nacimiento de la Iglesia y el comienzo de su misión en el mundo.
Antes de su ascensión, Jesús prometió a sus discípulos que enviaría al Espíritu Santo para guiarlos, fortalecer su fe y convertirlos en testigos de Su evangelio (Hechos 1:4-8). Esta promesa se cumplió en Pentecostés, en Jerusalén, cuando el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego, llenando a los apóstoles y dándoles la valentía para predicar en diferentes idiomas, a pesar de sus miedos previos.
Pentecostés vivifica la renovación de la Iglesia, así como la presencia permanente del Espíritu Santo en la vida de los creyentes. Es además, un momento propicio para reflexionar sobre los dones del Espíritu —sabiduría, entendimiento,
consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
Este día es ideal para abrir nuestros corazones y recibir la gracia del Espíritu Santo. Es una oportunidad para renovar la fe y profundizar en la relación con Dios..
La presencia del Espíritu Santo nos impulsa a vivir según el ejemplo de Cristo, promoviendo la paz, el perdón, el amor entre nosotros.
Pentecostés nos recuerda que la Iglesia no está sola; cuenta con la guía y la fortaleza del Espíritu Santo para cumplir su misión en el mundo.
Un detalle importante a recordar. En el cenáculo, los apóstoles cuando esperaban el Espíritu Santo no estaban sólos, con ellos estaba María, la madre de Jesús y madre nuestra. Pidamosle como ellos su intercesión para que el Espíritu Santo vuelva con una nueva efusión y con poder para que nos inunde y seamos siempre dóciles a sus inspiraciones.
Como creyentes, estamos llamados a acoger estos dones del Espíritu, para ser testigos vivos del evangelio y agentes de cambio en nuestra comunidad y en nuestro entorno.
Oremos:
Ven, Espíritu Divino
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.
Amén.
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