Por RAFAEL RAMÍREZ MEDINA
Cuando en una institución pública o privada se detectan fraudes de gran magnitud, la primera pregunta que surge es, ¿cómo fue posible que ocurriera sin que nadie se diera cuenta?
Una organización que maneja cuantiosos recursos está obligada a tener controles internos robustos, capaces de detectar irregularidades antes de que se conviertan en un desfalco. La ausencia de esos mecanismos es, en sí misma, una señal de alarma.
El control interno no es un adorno burocrático; es el sistema nervioso de toda institución que maneja fondos públicos o privados. Si este sistema no funciona, la organización queda vulnerable a prácticas indebidas.
Los manuales, auditorías, conciliaciones bancarias y políticas de supervisión existen precisamente para blindar la transparencia. Cuando nada de esto se aplica, se abre una puerta peligrosa a la corrupción.
Preguntas
Resulta difícil aceptar que en pleno siglo XXI aún se hable de escapes financieros millonarios sin que aparezcan señales de alerta. ¿Dónde estaban las auditorías internas? ¿Qué hacían las direcciones administrativas y financieras? ¿Es posible que todas estas áreas fallaran al mismo tiempo o es que, sencillamente, miraron hacia otro lado?
Las preguntas son tan graves como las respuestas que se callan.
No podemos olvidar que detrás de cada fraude existe una estructura que lo permite. A veces se trata de negligencia; otras, de complicidad abierta. Cuando las cabezas de una institución no exigen ni respetan los controles, envían un mensaje tácito de permisividad.
Y en ese terreno fértil, florece el fraude. La corrupción no crece en el vacío, se nutre de silencios cómplices.
Ahora bien, la prevención de estos males no es un misterio. Los estándares internacionales de control y auditoría están bien definidos. El establecimiento de comités de riesgos, la rotación de funciones sensibles, la verificación cruzada de operaciones y el uso de tecnologías de monitoreo continuo son herramientas al alcance de toda institución seria. No aplicarlas es, por lo menos, irresponsabilidad.
En países donde la institucionalidad se respeta, un solo indicio de irregularidad activa de inmediato mecanismos de investigación. Los controles internos no son estáticos; evolucionan y se fortalecen para anticipar nuevas formas de fraude.
Infuncionales
En cambio, aquí parecen diseñados para que nunca funcionen, o peor aún, para simular que existen mientras la corrupción se pasea impune.
El impacto social de estos escapes financieros va más allá de las cifras. Cada peso malversado es un golpe al desarrollo, a la confianza ciudadana y a la credibilidad del Estado. Cuando se pierde el dinero de todos, se pierde también la fe en que las instituciones puedan proteger lo que nos pertenece.
Y cuando la ciudadanía deja de creer, el daño es irreparable. Debemos preguntarnos con franqueza, ¿existen todavía personas serias y comprometidas en nuestras instituciones? La percepción general es que cada vez son menos.
El clientelismo político, los nombramientos sin mérito y la falta de consecuencias para quienes fallan han erosionado la profesionalidad. En lugar de guardianes de lo público, pareciera que tenemos administradores del silencio.
El país no puede seguir aceptando que los fraudes se descubran solo cuando ya es demasiado tarde. Las alarmas deben sonar antes, no después.
La transparencia no es un lujo, es una obligación moral y legal. No podemos resignarnos a que el dinero público se diluya en manos irresponsables o, peor aún, cómplices.
La ciudadanía también tiene un rol que jugar. Exigir informes claros, respaldar la labor de los órganos fiscalizadores y no permitir que el escándalo se normalice.
La indignación social debe convertirse en motor de cambio. La indiferencia es la mejor aliada de la corrupción, y el silencio, su refugio más cómodo.
En conclusión, los fraudes financieros que sacuden nuestras instituciones no son simples accidentes. Son el resultado de la ausencia de controles internos y muchas veces, de la complicidad de quienes debían protegernos.
Si queremos un país serio, debemos empezar por exigir instituciones serias, con personas íntegras y con controles que no se doblen ante la corrupción. Solo así podremos recuperar la confianza y asegurar que el dinero de todos sea realmente para todos.
Quien escribe estas líneas conoce de cerca la importancia de esos controles. Entre 2021 y 2024 me correspondió servir como director general administrativo y financiero del Ministerio de Salud Pública, durante la gestión del doctor Daniel Rivera y bajo la coordinación de la vicepresidenta Raquel Peña como presidenta del Gabinete de Salud.
En ese período no se reportó ninguna irregularidad, porque se aplicaron con rigor las técnicas de transparencia y los mecanismos de control que toda institución debe tener.
Esa experiencia me confirma que aún es posible implementar medidas efectivas para resguardar los recursos públicos cuando existe voluntad y compromiso.
JPM-am
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