Reflexión sobre el discurso y la empatía

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La Autora es escritora e ingeniero. Reside en Santo Domingo

Por E. MARGARITA EVE

Imagine una conversación en la que alguien insiste en imponer su opinión, sin escuchar la suya. Ese habitual “oye qué tú tienes que hacer”, tan común en nuestra cultura, refleja un patrón claro: imponer la razón sin abrir espacio a la diferencia. Lo distinto se percibe como irracional, incluso como “locura”. Sentirse ignorado ante esto revela un fenómeno silencioso: la intolerancia.

La intolerancia no surge de la nada. Se alimenta de emociones, hábitos y creencias heredadas. Estudios de comportamiento social muestran que el miedo y la ignorancia generan desconfianza, lo que se traduce en prejuicio. Reconocer estas raíces es el primer paso para transformar nuestra manera de pensar y relacionarnos con los demás.

Lo que desconocemos suele “no existir” para nosotros. Sin curiosidad, lectura ni apertura a otras realidades, validar experiencias ajenas se vuelve difícil. Creemos que nuestra percepción es absoluta. Ignoramos el valor de aquello que no comprendemos. Este encierro mental refuerza prejuicios y limita nuestra capacidad de aprender del otro.

El deseo de tener siempre la razón es un potente motor de intolerancia. Resistirse a aceptar perspectivas distintas bloquea la empatía y cierra el diálogo. Al imponer nuestra visión, debilitamos la convivencia.

Lo que podría ser un intercambio se convierte en confrontación constante, y la sociedad pierde la oportunidad de crecer con la diversidad.

Desde la Grecia antigua, los sofistas comprendieron que el lenguaje puede persuadir y transformar. Hoy, si se usa sin ética ni respeto, las palabras generan división en lugar de unión. Cada frase que pronunciamos puede incluir o excluir. Cuidar nuestro discurso no es sólo cortesía: es una responsabilidad personal y social que fortalece la convivencia en la comunidad.

La intolerancia se manifiesta en gestos cotidianos. Rechazar opiniones sin escucharlas, etiquetar ideas contrarias o evitar relacionarse con quienes son diferentes son ejemplos claros. Estos actos, aunque pequeños, se acumulan y erosionan la esfera personal y la cohesión social. Un gesto mínimo puede transformar un entorno hostil y excluyente.

Sus efectos son profundos. Genera ansiedad, estrés y frustración, tanto en quienes la ejercen como en quienes la padecen. Limita el aprendizaje, frena el crecimiento y debilita relaciones significativas.

En lo social, perpetúa conflictos, obstaculiza la cooperación y consolida estereotipos que bloquean el desarrollo colectivo.

Algunos países muestran que el cambio es posible. Canadá impulsa políticas de multiculturalismo y educación inclusiva que fortalecen el respeto a la diversidad. Sudáfrica, tras el apartheid, adoptó una constitución basada en igualdad y no discriminación, promoviendo la reconciliación social. Estos ejemplos evidencian que transformar la intolerancia requiere decisión política y compromiso ciudadano.

La empatía surge como la herramienta más poderosa frente a la intolerancia. Escuchar activamente, ponerse en el lugar del otro y reconocer su dignidad convierte el rechazo en respeto. Practicar la empatía fortalece los vínculos personales y la cohesión social. Genera espacios de convivencia genuina y duradera.

La autoconciencia, la educación emocional y la exposición a realidades diversas son esenciales para derribar prejuicios internos. No se trata de gestos extraordinarios, sino de acciones cotidianas: leer, dialogar y compartir experiencias. Cada acto de apertura amplía nuestro horizonte, multiplica la tolerancia y refuerza la aceptación del otro.

En definitiva, la intolerancia nace en la mente y en la palabra, pero allí mismo puede transformarse. Cada gesto de respeto, cada escucha sincera y cada muestra de empatía son semillas capaces de germinar en una sociedad más justa, plural y armónica. El cambio comienza en lo íntimo, pero su efecto puede extenderse a toda la comunidad.

emargaritaeve@gmail.com

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