POR RAFAEL RAMIREZ MEDINA
Cuando los órganos de control no actúan oportunamente, colocan a la máxima autoridad del Estado en una posición de vulnerabilidad política e institucional, asumiendo el presidente de la Republica costos políticos por fallas que debieron ser prevenidas.
El caso de corrupción que ha sacudido a SENASA no puede seguir analizándose de manera reducida, limitada a los autores materiales del fraude. Cuando un hecho de esta magnitud ocurre dentro de una institución pública, el problema trasciende a los individuos involucrados. Lo verdaderamente grave es que un entramado completo de controles, supervisión y fiscalización falló o decidió no actuar. Mientras el debate público se concentre solo en los ejecutores, el sistema que permitió el fraude permanecerá intacto. Y eso garantiza su repetición.
La corrupción no prospera en el vacío. Se alimenta de debilidades estructurales, de controles formales que existen solo en papel y de organismos que, por acción u omisión, no cumplen su rol. El Estado dominicano cuenta con múltiples instancias creadas precisamente para prevenir estos hechos. Si ninguna dio la alerta a tiempo, la pregunta correcta no es solo quién robó, sino quién no vigiló. Ignorar esa parte del problema es aceptar la impunidad sistémica.
La Contraloría General de la República, como órgano de control interno, tiene la obligación de fiscalizar la legalidad del gasto público. Su función incluye verificar contratos, facturas, certificaciones de recepción de bienes y servicios y cumplimiento de los procedimientos administrativos. Un esquema fraudulento sostenido en el tiempo implica fallas graves en el control previo y concurrente. Si los expedientes pasaron sin objeción, el sistema de control interno fue ineficaz o complaciente.
La Dirección General de Compras y Contrataciones Públicas tampoco puede quedar al margen del análisis. Procesos repetitivos, proveedores recurrentes, montos fraccionados o licitaciones dirigidas son señales clásicas de riesgo. Cuando estas prácticas no generan observaciones ni auditorías especiales, el sistema pierde su función preventiva. La transparencia no se mide por publicar procesos, sino por detectar y corregir desviaciones. Callar ante patrones irregulares también es una forma de fallar.
La Tesorería Nacional, responsable de ejecutar los pagos del Estado, actúa como un punto crítico de control. Aunque no audita, sí valida que los pagos estén debidamente autorizados y respaldados. Desembolsos reiterados sin alertas, pese a inconsistencias en los expedientes, reflejan una falla en los controles operativos. Ningún fraude de gran escala se materializa sin que el dinero fluya. Y cuando fluye sin cuestionamientos, el sistema se vuelve cómplice pasivo.
El Ministerio de Hacienda y la Dirección General de Presupuesto debieron monitorear la ejecución presupuestaria de SENASA. Incrementos atípicos en determinadas partidas, desviaciones recurrentes o usos incompatibles con la naturaleza del gasto autorizado debieron encender alarmas. El presupuesto es un instrumento de control, no una formalidad administrativa. Cuando la ejecución se aparta sistemáticamente de lo aprobado y nadie actúa, el control presupuestario pierde credibilidad.
En el ámbito específico de la seguridad social, la SISALRIL y el Consejo Nacional de la Seguridad Social (CNSS) tienen un rol ineludible. Ambas entidades supervisan, regulan y velan por el buen funcionamiento del sistema. Un fraude de esta magnitud dentro de SENASA plantea serias dudas sobre la efectividad de esa supervisión. La regulación no puede limitarse a informes periódicos. Debe detectar riesgos, evaluar controles y actuar preventivamente.
Incluso el sistema financiero debe ser parte de la reflexión. Los bancos, bajo las normas de prevención de lavado de activos, están obligados a identificar operaciones inusuales y perfiles transaccionales atípicos. Movimientos elevados, concentraciones de fondos o transacciones incompatibles con la capacidad económica de los involucrados debieron generar alertas. No se trata de acusar, sino de reconocer que la prevención del fraude también pasa por la debida diligencia bancaria.
Este caso evidencia que la corrupción no es solo un problema de moral individual, sino de sistemas de control vulnerables. Cuando cada institución se limita a decir “no era mi competencia”, el resultado es un vacío de responsabilidad colectiva. La fragmentación del control beneficia al corrupto. Sin coordinación, sin intercambio de información y sin consecuencias, los organismos de supervisión pierden su razón de ser.
El país necesita hacer un alto y evaluar con seriedad qué tan vulnerables están sus sistemas de control institucional. No basta con sancionar a los responsables directos. Es imprescindible investigar por qué los controles no funcionaron, quién falló y por qué. Donde hubo negligencia, complacencia o indiferencia, debe haber consecuencias. Sin régimen de consecuencias para los órganos de control, la lucha contra la corrupción será solo discursiva.
El caso SENASA debe convertirse en una oportunidad para reformar y fortalecer el sistema de fiscalización del Estado. De lo contrario, será un escándalo más que se suma a la larga lista de casos olvidados. Mientras no se exija responsabilidad a quienes debieron vigilar, la corrupción seguirá encontrando terreno fértil. Perseguir al corrupto es necesario, pero corregir el sistema que lo permitió es imprescindible.
Fortalecer la fiscalización no es un ataque al gobierno, es una forma de protegerlo y de garantizar el uso correcto de los recursos públicos.
jpm-am
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