El monstruo y la humanidad: misericordia frente a codicia

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El autor es politólogo y teólogo. Reside en Nueva York

El productor de cine Guillermo del Toro, con su última película, nos ayuda a activar la memoria en la estructuración textual de este artículo, pues nos permite analizar al “monstruo” concebido por la inventiva del doctor Frankenstein —quien se apropió del pronunciamiento de haber sido “creado a imagen y semejanza de Dios para lograr ese objetivo”—. La complejidad paradójica se presenta en una criatura construida a retazos de cuerpos humanos y en su hacedor racional, carente de misericordia.

En este caso no abordaré una ficción distópica al estilo de Un mundo feliz, de Huxley, o 1984, de Orwell; mi propósito, más bien, es provocar un examen que confronte, a mediana profundidad, la conciencia de la psicobiología humana.

La película argumenta una gran verdad: somos peores jugando a “ser dioses” que aquello que hemos sido capaces de crear. Esto se refleja con claridad en la ciencia sin ética, la codicia del comercio y la avaricia sin freno.

Ejemplos sobran, pero solo mencionaré algunos: tráfico de drogas, extracción forzada de órganos —de mayor ganancia—, trata de blancas y medicina adulterada.

La humanidad muestra una tendencia continua a dañarse a sí misma (Gén. 6). Y quienes dirigen —políticos y actores empresariales—, con el control financiero alrededor del mundo, tienen la capacidad de procurarse “bienestar y felicidad material” a costa de las ruinas ajenas.

En el argumento cinematográfico, el monstruo, frente a su verdugo, practica la bondad y la misericordia que el ser pensante, Frankenstein, no pudo ejercer.

Al analizar este filme estamos obligados a interrogarnos, a darle un empujón a la conciencia, y a hacernos la pregunta:

¿Quién realmente es el monstruo?

Yendo a la Biblia, Cristo advirtió sobre esto y enseñó a amar al prójimo y a no hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros (Mateo 22:36).

¿Acaso alguien que falsifica medicamentos, roba dinero público, soborna o trafica con drogas querría ver a su hijo consumiéndolas o muriendo por falta de un medicamento original?

¡Claro que no!

¿Se sentiría una madre o un padre satisfecho de ver a su hijo o hija siendo explotado sexualmente, por obligación o por deseo?

La respuesta que podamos dar revelará la fractura entre la piedad y la racionalidad humana y, con ello, la capacidad de hacer daño, de codiciar lo ajeno y de sacrificar la ética por el beneficio inmediato.

El monstruo, después de ser creado, es abandonado y, aun marcado por el rechazo, ofrece compasión incluso a quien le infligió dolor.

El hombre, en cambio, armado de intelectualidad, lleno de ciencias, leyes y riqueza, a menudo elige infligir la misma violencia que juró combatir.

En la antigüedad, un hombre conocedor de la naturaleza humana, como David, se atrevió a decirle al profeta Gad:

“En grande angustia estoy; caigamos ahora en mano de Jehová, porque sus misericordias son muchas; mas no caiga yo en manos de hombres” (2 Samuel 24:14).

En esta exclamación, el rey David muestra el contraste entre caer en manos de los hombres —quizá Absalón y su ejército, su propio hijo—, sabiendo que no tendrían compasión para asesinarlo, y ruega mejor caer en la mano de un Dios que aborrece el pecado, pero es rico en misericordia.

La película, en su nudo, presenta la ciencia sin ética, el comercio sin freno ni moral y la administración pública y privada sin escrúpulos. Esos son los monstruos; la víctima, la humanidad en su conjunto.

El desarrollo del guion nos presenta, al mismo tiempo, la maravilla y la destrucción, porque nuestros pensamientos no siempre se traducen en cuidado, sino en ambición desmedida e indiferencia frente al sufrimiento ajeno.

Si aceptáramos uno de los postulados más inquietantes de la teoría de la evolución, consideraríamos que “de los animales solo nos separan las herramientas que usamos”. Y, sin embargo, ellos cuidan la manada; en contraste, el hombre, con razonamientos que producen ciencias, comercios, tecnologías y “riquezas”, no garantiza piedad a nadie.

El desarrollo humano presenta a un hombre que puede servir y proteger a su semejante, pero que prefiere, en lugar de proteger, destruir; y en vez de edificar vidas, desmembrarlas.

Algunos creemos que lo que debería definir al ser humano no son los medios ni las herramientas, sino la capacidad de amar, de tener compasión y misericordia.

Cristo mostró que la verdadera humanidad se expresa en la capacidad de detener el daño, de elegir la compasión aun cuando la respuesta más fácil sería la indiferencia.

Sin embargo, el hombre sigue permitiendo que el daño ocurra, que la codicia domine y que otros paguen el precio de su bienestar.

Cada venta de drogas, peculado, chantaje, soborno, estafa, robo o decisión que sacrifica la dignidad de otro por beneficio propio refleja que la racionalidad humana puede ser más cruel que cualquier “monstruo imaginario”.

Porque lo que jamás consentiríamos para nuestros hijos lo infligimos a otros con frialdad.

La mirada del monstruo nos interpela: él, hecho de partes rotas y del abandono, entiende la misericordia; nosotros, completos y razonantes, no.

La verdadera humanidad no se mide por poder ni conocimiento, sino por la capacidad de proteger, cuidar y amar incluso al que nos ha herido.

Y mientras él —el monstruo— ofrece perdón, nosotros seguimos jugando a “ser dioses”, construyendo mundos donde el dolor ajeno es una satisfacción y la ética, un accesorio.

La diferencia entre el monstruo y el hombre revela la paradoja más profunda: podemos concebir lo más grande y, al mismo tiempo, lo más destructivo.

La misericordia no es fruto de la fuerza ni de la riqueza, sino del corazón; y la crueldad no nace de la ignorancia, sino de la elección consciente de anteponer la ganancia a la compasión.

“El que sabe hacer lo bueno y no lo hace, comete pecado” (Santiago 4:17).

El monstruo del doctor Frankenstein ofrece un ejemplo radical: aunque roto, desechado y rechazado, es capaz de tener misericordia. En cambio, nosotros, dotados de razón y poder, elegimos la destrucción.

Hasta que no comprendamos que la verdadera grandeza no reside en lo que poseemos creyéndonos dioses, sino en lo que protegemos y amamos, seguiremos siendo peores jugando a “ser dios”, y así no habrá camino de benevolencia.

Quizá la lección más dura sea esta: aquello que llamamos “monstruo” entendió la humanidad mejor que la humanidad misma.

Si una criatura hecha de fragmentos puede elegir la misericordia, ¿qué excusa tenemos los que fuimos hechos completos?

Tal vez el verdadero inicio de toda bondad esté en reconocer que lo que más nos aterra no es el monstruo, sino la sombra que deja al descubierto nuestro propio corazón (Jeremías 17:9).

jpm-am

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