POR JULIO CESAR GARCIA ESPINAL
En este tránsito donde confluyen generaciones del siglo XX y del XXI, no debería sorprendernos la dificultad para entendernos. Pero lo cierto es que nos sorprende, nos ocupa y nos preocupa.
El filósofo Byung-Chul Han sostiene que vivimos en la “sociedad de la transparencia”, donde lo subjetivo y lo emocional pesan más que lo racional y lo fáctico. Y, en efecto, hoy parece tener más valor la percepción individual que la comprobación científica. Para quienes hemos cruzado la barrera de los cincuenta, resulta desconcertante que la afirmación “soy como me percibo” se imponga sobre lo que la ciencia determina.
El problema no es menor: sustituir la objetividad por la autopercepción erosiona los cimientos mismos del debate público. Aplaudir lo “políticamente correcto” y relegar lo auténticamente correcto colisiona con décadas de formación basada en lógica, evidencia y razonamiento crítico.
Hoy, afirmar que una mujer no necesita la coletilla “trans” porque lo es desde el nacimiento biológico resulta ofensivo para ciertos colectivos progresistas. Pero es la propia biología, no la ideología, la que define el sexo: lo recordaba Richard Dawkins, biólogo evolucionista, cuando advertía que negar la diferencia entre macho y hembra es tan irracional como negar la existencia de la gravedad.
Si se plantea la necesidad de un control migratorio más estricto —no por xenofobia, sino por orden institucional y justicia distributiva— la respuesta inmediata es la descalificación. Y, sin embargo, los propios estados de bienestar europeos han demostrado que un sistema de acceso a servicios públicos sin registros confiables se vuelve insostenible. No es ideología: es aritmética fiscal.
Cuando se defiende la seguridad jurídica para el empresario y el emprendedor, se suele tachar de explotación lo que en realidad constituye la condición indispensable para el desarrollo. La evidencia empírica es clara: los países con mayores índices de inversión suelen coincidir con aquellos que garantizan reglas claras y protección de derechos de propiedad.
El filósofo José Antonio Marina recordaba que “no todas las ideas son respetables: respetable es la persona que las expresa”. Y añadía que la respetabilidad de una opinión depende de su contenido. Es decir, no basta el derecho a expresarse: hace falta también la responsabilidad de someter lo dicho a la crítica racional.
Hoy, en cambio, asistimos a un escenario donde toda percepción pretende blindarse con la etiqueta de identidad, más allá de lo absurdo. Lo ilustran ejemplos extremos: grupos de personas que desfilan disfrazados de perros en Londres asegurando que “se identifican como tales”.
Pero la identificación simbólica no sustituye a la realidad material: ninguno de ellos ladra, corre tras gatos o marca territorio en las aceras. La distancia entre lo real y lo percibido se convierte, entonces, en caricatura.
El problema central es éste: hemos reemplazado la conversación racional —fundada en la lógica y en la evidencia— por un ruido ideológico en el que disentir no es una posibilidad legítima, sino un delito moral. Y en ese terreno, el debate democrático no florece: se marchita.
JPM
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