En algunos episodios enigmáticos de la historia humana, varios genios de la estrategia militar se derrumbaron no por espectaculares tácticas del enemigo, sino por pequeños detalles mal gestionados.
Y de inmediato citaré, sin mantener un orden cronológico, algunos ejemplos: Hitler no perdió la II Guerra Mundial únicamente por Stalingrado o Normandía, sino por decisiones aparentemente menores que revelaban algo más profundo, como desprecio por la realidad, soberbia, error de pericia y desconexión con su propia base.

Ahí reside la analogía engorrosa.
Hitler subestimó el invierno ruso, desoyó a visionarios colaboradores, priorizó la propaganda por encima de la logística en el terreno y confundió la lealtad ciega con la competencia.Y colapsó.
Cada “detalle” parecía corregible; en conjunto, resultaron fatales.
El Derittes Reich —tercer imperio—, seguía hablando de victorias mientras el combustible, los hombres y la moral se agotaban.
Cuando la narrativa sustituye al suministro, la derrota solo se retrasa.
Napoleón
Napoleón Bonaparte, el hombre que aceleró el capitalismo, no perdió su imperio en Waterloo por falta de genio militar, sino por una cadena de decisiones menores: retrasó el ataque esperando que el terreno se secara, confió en subordinados agotados, subestimó la coordinación enemiga y apostó a una Guardia Imperial que ya no era la de Austerlitz. En síntesis sufrió una conspiración no épica, sino deserción silenciosa: lealtades que se enfriaron, obediencias que se volvieron formales, apoyos fingidos o que desaparecieron en momento decisivo.

El Imperio cayó cuando la disciplina externa —la base— resistía, pero la convicción interna se agotó.
Cada demora parecía prudente; juntas, asfixias.
El ejército que había dominado Europa y dejado huellas en África, Medio Oriente y América colapsó no por inferioridad numérica, sino por exceso de confianza en su propio mito.
Barca
Aníbal Barca, quizá o sin quizá, el estratega militar más brillante de la Antigüedad, humilló a Roma en Cannas y puso a la República al borde del abismo. Pero perdió la guerra por no leer el detalle político: no marchó sobre Roma cuando debía, no consolidó alianzas duraderas en Italia y confió en que el desgaste haría el trabajo solo. Ganó todas las batallas decisivas, pero perdió el conflicto. Su ejército se volvió errante, brillante y estéril; la expectativa era total, el resultado fue nulo.
El general Robert E. Lee, al mando del Ejército Confederado, repitió la tragedia del talento mal acompañado. En Gettysburg ignoró informes de reconocimiento, ordenó el asalto frontal de Pickett y confió en la valentía como sustituto de la logística. El ejército no perdió solo hombres; perdió la convicción de que la estrategia tenía sentido. Desde ese día, la guerra estaba decidida a favor de los Federados, aunque los combates continuaran.
La lección no es la derrota, per se, sino la ceguera progresiva del poder. Todos ellos confundieron experiencia con infalibilidad y expectativas con realidad.

Bolivar
El Gran libertador Simón Bolívar ganó las batallas de Boyacá (1819), Carabobo (1821), Pichincha (1822, con Sucre), Junín y Ayacucho (1824). Y con ello el ideal de la Gran Colombia. Sin embargo, no leyó que Santander, Páez, Flores y otros líderes, no se montaran en su visión. Preferían mandar en territorios pequeños.
Cuando un liderazgo deja de corregirse porque cree haber ganado ya, comienza a perder aunque todavía marche con consignas banderas y gorras en alto.
En la guerra —y en la política— “La guerra es la continuación de la política por otros medios”, dijo Carl Clausewitz. Yo agrego o viceversa.
Nadie sobrevive mucho tiempo a la suma de pequeños errores tratados como irrelevantes.
El PRM
Yéndonos, ahora a la teoría especulativa sobre el PRM, y salvando todas las distancias históricas, coyunturales, ideológicas y morales, parece ser que este partido quiere repetir ese mismo “patrón del detalle ignorado”.
El PRM, de por sí, no va camino a caer por una sola crisis, sino por la acumulación de gestos mínimos que erosionan la credibilidad: funcionarios desconectados del costo real de la vida, promesas de transparencia chocando con escándalos cotidianos, una base que oye discursos triunfalistas —sin capacidad de relatos sobre lo ético-moral— también siente el peso concreto de la economía y el olvido. Hasta ahora, no es una hecatombe. Es desgaste.
Como toda hegemonía que se cree eterna, el error no es gobernar, sino creer que gobernar es narrar.
Cuando el relato del triunfo se impone sobre la calle, cuando la técnica sustituye a la empatía y la estadística al salario, el poder empieza a perder sin notarlo.
Nadie cae el día que se equivoca; cae el día que se acostumbra a no corregir…
La historia enseña esto con crueldad: los grandes proyectos no mueren por enemigos externos, sino por la incapacidad de leer las señales pequeñas. Hitler no supo sentir las ráfagas de frío, por suerte para el mundo. Napoleón no vio el fango a pesar de las lluvias. Aníbal ignoró la crueldad política. El General Lee confundió la arrogancia del coraje con la estrategia. Y Bolívar ignoró las codicias individuales.
En tanto el PRM, si insiste, corre el riesgo de no escuchar el murmullo. Y cuando el murmullo se vuelva voto, ya será tarde (…).
jpm-am
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