
Desde que el sol se oculta, y la noche que inicia su cruel dilema, decenas de indigentes y adictos, la mayoría de hombres con figuras silenciosas, empiezan a disputarse los espacios debajo de los elevados, los duros bancos de acero de los parques o las frías aceras de las calles vacías, donde pernoctarán sintiendo cómo se les esfuma la vida en sueños desechables.
Con sus rostros curtidos de espera y de olvido, estos individuos sin paz ni fortuna, observan la luna en los faroles de cada vehículo que pasa por el lugar. Las calles respiran su historia callada, cual súplica muda, nunca escuchada. Sin embargo la ciudad sigue su rutina diaria sin que los ruegos y las oraciones echen de lado a la miseria que día a día se convierte en su forma de vida.