El petróleo venezolano: pieza clave

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El autor es abogado. Reside en Miami.

POR JULIO MARTINEZ

La crisis venezolana trasciende las fronteras de una nación en colapso económico. Detrás de la retórica sobre democracia y derechos humanos, se libra una batalla silenciosa por el control de un recurso estratégico que podría redefinir el equilibrio de poder global: el petróleo pesado venezolano, cuya composición es sorprendentemente similar al crudo ruso Urals que alimenta a Europa.

Venezuela posee las mayores reservas probadas de petróleo del mundo, con aproximadamente 300 mil millones de barriles. Pero lo que hace a este recurso verdaderamente valioso en el contexto actual no es solo su volumen, sino su calidad. El crudo venezolano, especialmente el de la Faja del Orinoco, comparte características cruciales con el petróleo ruso: ambos son crudos pesados y agrios, con alto contenido de azufre y baja densidad API. Esta similitud técnica no es una mera coincidencia geológica; representa una oportunidad estratégica para Estados Unidos.

Las refinerías europeas fueron diseñadas durante décadas para procesar el crudo Urals proveniente de Rusia. Tras la invasión de Ucrania en 2022 y las subsecuentes sanciones occidentales, Europa se vio forzada a buscar alternativas desesperadamente. Aquí radica el verdadero interés estadounidense en Venezuela: controlar el acceso al petróleo venezolano significaría ofrecer a Europa un sustituto casi perfecto del crudo ruso, desplazando a Moscú de uno de sus mercados más lucrativos sin que las refinerías europeas requieran costosas reconversiones tecnológicas.

La estrategia estadounidense es multidimensional. Al apoderarse o controlar el petróleo venezolano, Washington no solo ganaría influencia sobre los mercados energéticos europeos, sino que asestaría un golpe devastador a la economía rusa. Rusia depende críticamente de sus exportaciones petroleras —que representan aproximadamente el 40% de su presupuesto federal. Perder el mercado europeo ante un competidor que ofrece un producto técnicamente idéntico, pero políticamente alineado con Occidente significaría el estrangulamiento económico del Kremlin, debilitando su capacidad para sostener operaciones militares y proyectar poder globalmente.

Moscú comprende perfectamente esta ecuación, razón por la cual ha invertido miles de millones de dólares en Venezuela durante la última década. Rosneft, la gigante petrolera rusa, estableció operaciones conjuntas con PDVSA antes de retirarse parcialmente bajo presión de sanciones estadounidenses. Rusia ha enviado asesores militares, sistemas de defensa antiaérea S-300, y ha realizado ejercicios militares conjuntos en suelo venezolano. Esta presencia no es casualidad: es una declaración clara de que Moscú defenderá sus intereses en el hemisferio occidental, incluso en el tradicional «patio trasero» de Estados Unidos.

El apoyo ruso a Venezuela va más allá de lo económico

Es una pieza fundamental en la estrategia de Putin de crear polos de poder alternativos que desafíen la hegemonía estadounidense. Una Venezuela alineada con Rusia, China e Irán representa una presencia hostil permanente a pocos kilómetros de las costas estadounidenses, complicando cualquier cálculo militar de Washington. Por eso Rusia no permitirá que Venezuela caiga sin resistencia; hacerlo significaría perder no solo miles de millones en inversiones, sino también un aliado geopolítico irremplazable en la región más sensible para Estados Unidos.

La flexibilización táctica de sanciones que permitió a Chevron retomar operaciones limitadas en Venezuela en 2022 revela la verdadera naturaleza de este conflicto. Cuando los precios del petróleo se dispararon tras la invasión de Ucrania, Washington rápidamente sacrificó sus principios democráticos declarados por conveniencia energética. Esta hipocresía no pasó desapercibida para Moscú, que intensificó su apoyo a Maduro precisamente para complicar los cálculos estadounidenses y mantener a Venezuela fuera del alcance occidental.

Las recientes elecciones venezolanas de 2024, donde Maduro resultó ganador, evidenciaron la profunda división entre Washington y Caracas. La respuesta de Estados Unidos ha sido calculadamente ambigua: condena retórica sin acciones decisivas. Esta vacilación se explica por la trampa estratégica que enfrenta Estados Unidos: una intervención militar sería costosísima y unificaría a América Latina contra Washington, mientras que el statu quo permite que Rusia, China e Irán consoliden su presencia en Venezuela, convirtiendo al país en una fortaleza anti-estadounidense.

China complica aún más la ecuación. Beijing ha invertido más de 60 mil millones de dólares en Venezuela, que paga su deuda con envíos de petróleo. Cualquier intento estadounidense de controlar el sector petrolero venezolano enfrentaría la férrea oposición de una China que no tolerará perder semejante inversión. Junto con Irán —que proporciona tecnología para las deterioradas refinerías venezolanas— se ha formado un eje anti-occidental dispuesto a defender el régimen de Maduro como parte de su estrategia global de contención contra Estados Unidos.

Tenemos, entonces, un conflicto que trasciende a Venezuela misma. La batalla por el petróleo venezolano es fundamentalmente una lucha por el orden mundial: Estados Unidos busca consolidar su dominio energético sobre Europa y estrangular económicamente a Rusia; Moscú defiende desesperadamente sus mercados y su presencia hemisférica; China protege sus inversiones masivas; y Venezuela, atrapada en medio, se convierte en el campo de batalla donde grandes potencias miden fuerzas sin disparar un solo tiro. Este conflicto silencioso, que se desarrolla a nuestras puertas, determinará no solo el futuro de Venezuela, sino el equilibrio de poder global en las décadas venideras.

Los venezolanos, mientras tanto, siguen pagando el precio de ser dueños de un recurso que todo el mundo codicia, pero nadie les permite controlar.

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