Ganadores de cartón

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La autora es licenciada en Derecho. Reside en Santo Domingo

POR DEMI FELIX DOMINGUEZ

La palabra empeñada tiembla.

Tiembla como tiemblan las cosas sagradas cuando se las profana. Tiembla porque ya no pesa. Porque se firma sin honor, se promete sin vergüenza, se representa sin vocación.

Tiembla en los discursos huecos, en los labios de quienes dicen y no hacen, en las manos de quienes juran por principios que no conocen. Tiembla en las promesas sin alma, en las autoridades que encarnan instituciones y simulan ética mientras la desangran.

Vivimos en una época que aplaude el resultado, aunque ignore el proceso; que idolatra al que llega, sin preguntarse cómo llegó. Y así, sin darnos cuenta, hemos comenzado a rendirnos ante el lado oscuro del poder.

En el prólogo de La mancha indeleble, el prologuista —al comentar la obra de Juan Bosch— recurre a la figura del sátrapa feroz: un caudillo que no admite otro gallo en el corral. Caciques violentos y analfabetos que bloqueaban todo intento de progreso, empecinados en medrar a costa del erario público.

No se trata solo de personajes del pasado. Son arquetipos que reaparecen, una y otra vez, bajo nuevas formas, pero con la misma ambición desmedida. Porque más allá de la estética —más allá del gesto teatral y la retórica— hay una ética. Y esa es la que suelen profanar.

En el documental sobre la operación que culminó con la muerte de Bin Laden, una de las autoridades involucradas —al referirse a los puntos de inflexión que marcaron aquella misión— lanza una reflexión valiosa, justo en el instante en que todo parece justificarse por el resultado. Frente a la posibilidad de recurrir a métodos moralmente cuestionables, afirma con firmeza:

“Ser fuerte es ser exitoso. Ser fuerte es ganar tu propia guerra. No es romper cosas, entrar como un huracán y destruir todo. Eso no es ser fuerte, es ser un idiota”.

La frase corta en seco la narrativa que glorifica el uso de la autoridad sin límites. Porque la verdadera fuerza no reside en el atropello, sino en la integridad; no en la destrucción, sino en la construcción.

Pier Paolo Pasolini

Esa idea, tan aparentemente simple como profundamente subversiva, resuena también en las palabras de Pier Paolo Pasolini, quien —en una época igualmente marcada por la hipocresía del poder— advertía sobre el peligro de educar generaciones enteras en la lógica del triunfo vacío.

En un mundo que ensalza al trepador, al que llega a cualquier costo, Pasolini nos invita a volver la mirada hacia quienes se niegan a traicionar su humanidad. Y lo dice con una lucidez brutal:

“Ante este mundo de ganadores vulgares y deshonestos, de prevaricadores falsos, de gente importante que ocupa el poder y escamotea el presente —ni qué decir el futuro—, de todos los neuróticos del éxito, del figurar, del llegar a ser… ante esta antropología del ganador, yo, de lejos, prefiero al que pierde.”

No se trata de romantizar la caída, sino de reivindicar la dignidad de quien no se vende. De quien prefiere perder antes que traicionar. De quien no manipula, no destruye, no se acomoda.

Porque el problema no es que existan quienes se imponen con arrogancia, sino que los admiremos. Que callemos. Que los premiemos. Lo decía Schopenhauer: en la gran función de la vida, todos tenemos que actuar; no hay espectadores tranquilos y desinteresados. También advertía que, muchas veces, no somos más que marionetas que se creen libres, ignorando los hilos que nos mueven —el miedo, la codicia, la vanidad—.

El verdadero colapso moral comienza cuando la sociedad deja de castigar al que miente para triunfar y, aún peor, empieza a imitarlo. Eso —lo de repetir sin pensar— se le deja a los monos. Y a los títeres.

El fin no justifica los medios. Nunca lo ha hecho. Y cuando justificamos el éxito eximido de moral, nos volvemos cómplices de una cultura que premia la astucia sobre la virtud, el cálculo sobre la decencia. Es urgente poner a cada quien en su lugar. No por venganza, sino por justicia. No por moralismo, sino por futuro.

Porque si la palabra empeñada vuelve a valer —si vuelve a sostenerse firme y serena—, quizá podamos reconstruir lo que el oportunismo y la indiferencia han intentado borrar: el valor de la honestidad, la ética, la lealtad. El coraje de no ceder.

jpm-am

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