POR NELSON DEL POZO
La soberanía nacional se erige como el último bastión moral de los pueblos frente a las potencias que pretenden dictar su destino. La historia moderna ofrece un extenso expediente de intervenciones lideradas o apoyadas por Estados Unidos que, lejos de alcanzar objetivos sostenibles, se han topado con la resistencia de naciones decididas a defender su independencia.
Ejemplos como la Guerra de Vietnam (1955-1975), que culminó con la retirada estadounidense tras una costosa derrota, o el más reciente conflicto en Afganistán (2001-2021), demuestran que incluso la potencia militar más formidable puede ser contenida por la determinación soberana de un pueblo.
En América Latina, episodios como la intervención en República Dominicana (1963-1965) o la financiación de la Contra en Nicaragua (1981-1990) permanecen como capítulos oscuros. La Corte Internacional de Justicia condenó a Estados Unidos en 1986 por minar puertos nicaragüenses y cometer “actos ilegales de uso de la fuerza”, un precedente histórico de la ilegalidad de tales injerencias.
El caso de Cuba es quizá el más emblemático. Desde 1962, la isla ha resistido con dignidad un embargo económico —reiteradamente señalado por la Asamblea General de la ONU como violación del derecho internacional— que, lejos de quebrar su voluntad, forjó una identidad patriótica de resistencia durante más de seis décadas, enfrentando el anacrónico modelo de política exterior de más de quince administraciones norteamericanas.
Estas lecciones no son simples anécdotas. Proveen un marco indispensable para analizar las tensiones actuales: sanciones económicas, presiones diplomáticas y narrativas mediáticas que buscan justificar intervenciones. Venezuela, hoy en el centro de este tablero, enfrenta un cerco que golpea directamente a su población civil y amenaza con reproducir viejos esquemas de dominación bajo nuevos disfraces.
Defender la soberanía no es un acto de aislamiento, sino un principio progresista universal: el derecho de los pueblos a la autodeterminación y a elegir su propio camino sin coerciones externas. Es también una invitación a la solidaridad global, a no repetir el silencio cómplice que tantas veces legitimó injusticias.
La memoria histórica enseña que, aunque el costo humano ha sido alto, la soberanía y la dignidad suelen imponerse como pilares indispensables para la supervivencia de las naciones. Lo contrario, el olvido y la indiferencia, solo abren la puerta a la repetición de los mismos errores.
Hoy más que nunca, recordar estas lecciones es una obligación moral para comprender los acontecimientos que ocupan y conmueven nuestra vida cotidiana. Porque lo malo no termina con silencio ni con olvido: solo la memoria activa y la resistencia consciente pueden garantizar un futuro distinto.
jpm-am
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