Por REY ARTURO TAVERAS
En las aceras de Manhattan, donde el ruido de los trenes se mezcla con el murmullo de las bodegas y el pregón de los vendedores ambulantes, se ha levantado un tribunal invisible.
No tiene toga ni martillo de juez, pero dicta sentencias con gritos, pancartas y consignas que atraviesan el aire como piedras lanzadas contra la memoria. Ese tribunal se llama diáspora dominicana.
Allí, en la llamada “capital del mundo”, cada visita presidencial de mandatarios dominicanos que han caído en desgracia por mal manejo del Estado se convierte en un acto de juicio sumario.
Lo vivió Leonel Fernández cuando, entre rascacielos y luces de neón, las voces lo persiguieron con el implacable veredicto de “¡ladrón, ladrón!”.
También lo padeció Danilo Medina en carne propia, señalado por dedos que parecían dagas. En la actualidad le ha tocado al presidente Luis Abinader, sobre quien los ecos del descontento se elevan como un coro enardecido que le ha enumerado un pliego de 23 acusaciones.
No se trata de un fenómeno espontáneo, porque detrás de esas pancartas, con tinta de rabia y cartón de protesta, se ocultan los engranajes de la oposición política y los remanentes de una izquierda deshilachada que, en el exilio económico, encontró en las calles de Nueva York su última trinchera.
A Leonel y a Danilo los acusaron los perremeístas de ultramar y a Luis Abinader lo fustigan los seguidores del PLD y de la Fuerza del Pueblo. El guión es el mismo: solo cambian los actores.
Curiosamente, de este juicio popular organizado o improvisado se salvaron dos figuras de las últimas tres décadas: Joaquín Balaguer, cuya sombra aún imponía un silencio reverencial, e Hipólito Mejía, que supo esquivar la saña con un estilo campechano que arrancaba sonrisas donde otros recibieron insultos.
Pero lo cierto es que, cada vez que un mandatario pisa Nueva York, el Alto Manhattan se transforma en plaza pública. Con pancartas al viento y gargantas desbordadas, dominicanos de todas las edades entonan consignas que hieren más que un editorial: “¡Ladrón!”, “¡Vende patria!”, “¡Vendiste el país!”. Las palabras se vuelven piedras, y los presidentes, forasteros a juicio.
Esa diáspora, que envía millones de dólares en remesas y sostiene a miles de familias en la media isla del Caribe, también reclama el derecho de alzar la voz y lo hace sin adornos, con la crudeza del que siente que, aunque lejos, su voto y su voz siguen atados al destino de la patria.
Al final, la pregunta queda flotando entre los rascacielos: ¿Es este juicio un acto de justicia popular, un desahogo legítimo, o simplemente la prolongación de la eterna guerra política dominicana trasladada a otro escenario?
Lo único indiscutible es que Nueva York, con sus luces de Broadway y su ruido de taxis amarillos, se ha convertido en el estrado donde los gobernantes dominicanos enfrentan, una y otra vez, el juicio implacable de su propia diáspora.
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